El invento de la pólvora trajo como consecuencia natural el invento de las armas de fuego.
Se cerraba una época y nacía otra: el noble caballero enfundado en su armadura podía ahora ser abatido por un humilde soldado, y los castillos almenados ya no constituían refugios seguros e inexpugnables, pues podían ser demolidos por los grandes proyectiles de la artillería. La forma de los primeros cañones era semejante a la de un jarrón que se estrechara en su boca. Medían aproximadamente un metro, se colocaban sobre un sólido soporte de madera, y se cargaban con pólvora y con un grueso proyectil. El antiguo artillero aproximaba una llama al fogón (es decir, a un agujero practicado en el extremo posterior del cañón) provocando así la explosión de la pólvora y la salida del proyectil. Muy pesados, ruidosos y de difícil manejo, los cañones resultaban también muy peligrosos para quienes los maniobraban: estallaban con bastante frecuencia, sembrando la muerte y la destrucción. De ahí que la infantería los mirase con recelo.